lunes, 16 de julio de 2012

Principado y luchas antiseñoriales en la Asturias del siglo XVIII *


La institución del Principado de Asturias, desde su origen en 1388, tuvo como objetivo primordial vincular el territorio asturiano a la Corona a través de la persona del heredero. Esta política se vio profundamente afectada por las constantes luchas antiseñoriales, en especial durante el siglo XVIII.

Julio Antonio Vaquero Iglesias
Jesús Manuel Mella Pérez
En la turbulenta pugna que tuvo lugar en el reino castellano-leonés, en la etapa bajomedieval, entre monarquía y nobleza   -confrontación que se saldó, como es sabido, con la victoria de la primera, pero que por aparente paradoja originó una acentuación de la señorialización-, la institución del Principado de Asturias, además de contribuir a poner fin a la querella dinástica entre los Trastámara y los descendientes de Pedro I, se realizó  -como ha resaltado tanto la historiografía regional tradicional como la reciente- con una consciente finalidad antiseñorial [i].
Juan I (Grabado al cobre de A. Roca)
Tanto con su erección en 1388 por Juan I en beneficio de su hijo Enrique (el futuro Enrique III) como posteriormente con su confirmación por Juan II, en 1444, en la persona de su primogénito Enrique (el futuro enrique IV), con el reconocimiento explícito de su calidad de mayorazgo real, el objetivo primordial que se buscó fue vincular el territorio asturiano a la Corona a través de la persona del heredero, con el objeto de evitar, como había venido ocurriendo, que pudiese convertirse en fundamento del poder de la nobleza frente a la autoridad real. Juan I, exonerado su hermano bastardo Alfonso Enríquez de su señorío asturiano por haberse levantado contra él, con la creación del Principado llenaba un peligroso vacío de poder en Asturias sobre el que se cernía como sombra amenazadora el ausente, pero también como amenaza presente la ambición del obispo de Oviedo, Gutierre de Toledo. Y en una coyuntura aún más difícil para la continuidad del monarca Trastámara como cabeza del reino, la alianza de Juan II con su hijo, sancionada con la confirmación de éste en el título de Príncipe de Asturias con la condición de vínculo y mayorazgo, significaba el apoyo del heredero real al monarca y a su favorito el Condestable Álvaro de Luna contra el partido nobiliario encabezado por los infantes de Aragón, y en Asturias, concretamente, el quebrantamiento  -aunque finalmente no llegase a producirse por el cambiante juego de las alianzas-  del poder que detentaban los Quiñones, su más firme apoyo.
Enrique III representado en un vitral del Alcázar de Segovia
La fórmula jurídico-pública en que cristalizó el Principado, dados esos objetivos que se pretendían, no podía ser sino la de un señorío jurisdiccional con vínculo y mayorazgo, de modo que al mantenerse siempre el territorio asturiano, por tal condición, unido a la Corona a través del primogénito real, quedase definitivamente libre de las apetencias de los magnates nobiliarios y no pudiesen volver a convertirse sus tierras en plataforma antimonárquica y el poder derivado de su señorío en arma arrojadiza contra la realeza.
Sin embargo, como consecuencia, sobre todo, de la necesidad de seguir contando con el apoyo de la reciente nobleza de servicio creada por el primer Trastámara frente a la alta nobleza de sangre, compensándola para ello con el mantenimiento en lo que constituía la encarnación de su poder, ni la erección ni la confirmación del Principado supusieron la desaparición en Asturias de los señoríos jurisdiccionales.
De ese modo no sólo subsistieron, más allá de la Edad Media, los cotos y jurisdicciones monásticos y los que integraban el gran dominio señorial episcopal, sino que también otros muchos de los que habían tenido su origen en las mercedes de los Tratámaras en el otoño medieval siguieron existiendo  -aunque algunos, como los que formaban el patrimonio de los Quiñones en Asturias, desapareciesen absorbidos en el realengo en virtud de la política reintegracionista de los Reyes Católicos-  y constituyeron durante el antiguo régimen, con los procedentes de las ventas de vasallos de los Austrias, un territorio señorial que nunca llegó a tener en Asturias la importancia del realengo [ii].
Principado separado e independiente.
Resultado final, pues, de lo que se pretendía conseguir y de lo que sólo fue posible obtener, esa realidad señorial estaba en contradicción con la condición que tenía el Principado de mayorazgo real, vinculado a la Corona por la persona del heredero, pero eso sí, separado e independiente de la misma por su propia naturaleza. Sin embargo, la compatibilidad entre la monarquía autoritaria y la aristocratización de la sociedad que vino después permitió superar tal contradicción. Lo que explica cómo desde los Reyes Católicos el título se vació definitivamente de contenido señorial y los términos en que se había erigido quedaron envueltos en la bruma de la ambigüedad. No obstante, la contradicción leal subsistía y a ella apelaron, para instrumentalizar por la vía legal las denuncias de los abusos que padecían y oponerse así a sus señores, los vecinos de los señoríos asturianos en el transcurso de las luchas antiseñoriales que protagonizaron en el “setecientos”, aprovechando la coyuntura favorable que para sus pretensiones suponía la instauración de una monarquía como la borbónica partidaria del centralismo monárquico y consecuentemente de la implantación de la unidad jurisdiccional.
Claro es que al reclamar éstos el origen y la vigencia del vínculo regio con tal finalidad, se produjo, por reacción, como contraargumento de los señores, la defensa de la tesis opuesta, la de considerar desde sus orígenes al Principado de Asturias como un título meramente honorífico, instituido para honrar y señalar de manera oficial y ceremonial al heredero real.
A la izquierda de la imagen, en primer plano, la sede antigua de la Audiencia
y de la Regencia en la segunda mitad del siglo XVIII (c/ Cimadevilla, Oviedo)
La defensa de una y otra interpretación como legitimación de esas posturas enfrentadas estuvo así presente en todos los memoriales, representaciones, escritos y alegatos jurídicos que generó el conflicto entre señores y vasallos en Asturias en esa centuria. En realidad, la utilización de ese argumento legal por parte de los vecinos de los señoríos asturianos no era algo nuevo, pues apelando al vínculo regio ya se habían obtenido sentencias favorables en algunos pleitos incorporacionistas que se habían producido en Asturias en los siglos anteriores, como la que consiguieron en 1551 los vecinos de Navia, frente a su señor, el conde de Ribadeo. Pero cuando la referencia legal al vínculo regio se hizo verdaderamente frecuente fue a partir del siglo XVIII, desde el momento en que las iniciativas incorporacionistas de los vecinos de los señoríos asturianos se vieron impulsadas desde el propio aparato del estado borbónico, originándose un movimiento generalizado en la región para que desapareciesen los cotos y jurisdicciones señoriales y con ellos toda la serie de rentas, tributos, servicios, oficios, prestaciones y derechos con que sus titulares gravaban a sus vecinos.  
Así, los vecinos del concejo de Allande, en 1690, en uno de los episodios incorporacionistas que preludian la oleada antiseñorial de la centuria siguiente, obtuvieron del Consejo de Hacienda la reversión del concejo a la corona y la suspensión de las competencias jurisdiccionales que en él tenía el conde de Marcel de Peñalba, con la alegación de que el concejo pertenecía al vínculo regio y no podía ser por ello de titularidad particular, y para demostrarlo presentaron copias certificadas de los documentos originales de la confirmación del principado por Juan II, sacadas del Archivo de Simancas.
Pero fue la creación por Felipe V en 1706 de una Junta de Incorporación de las jurisdicciones y derechos segregados del patrimonio de la Corona  -con el objeto de recaudar fondos para sobrellevar la precaria situación financiera creada por la Guerra de Sucesión-  el reactivo que generalizó las demandas de los vecinos de los cotos y jurisdicciones asturianos al Consejo de Castilla contra sus señores. Esos memoriales de los vecinos de los concejos de Ibias, Cangas, Navia, Miranda y Ribadesella y los de los cotos y jurisdicciones de Bárcena, Las Morteras, Carrio, Villayón y otros, fueron dirigidos por resolución real a la Junta de Incorporación para que ésta, después de verificar los hechos que referían, actuara en consecuencia. Sin embargo, las denuncias del deficiente funcionamiento de la Junta a causa de la presión de los poderosos  -concretamente la blanda y torpe actuación que en este asunto adoptaba el corregidor de Asturias, don Juan Santos de San Pedro-  tuvieron como efecto, finalmente, el nombramiento de un comisionado regio, don Antonio José de Cepeda, cuya actuación, al orientarse claramente contra los intereses de los señores, no sólo no aplacó los enfrentamientos entre una y otra parte, sino que los aumentó, y esa situación conduciría a la decisión regia de la creación de la Audiencia  -como así se hizo en 1717-  con el objetivo inmediato de que se resolviesen por vía judicial las causas pendientes derivadas de la gestión de Cepeda.
No sólo apelaban los demandantes al vínculo regio como fundamento legal de sus peticiones, sino que en algunos casos hacían una estricta interpretación del mismo con el objeto de atajar cualquier pretensión de legalidad por parte de los señores alegando la posesión inmemorial. Fuesen creados antes o después del vínculo regio, no había legalidad posible para los señoríos: los anteriores habrían sido anulados por su fundación, los posteriores no serían sino usurpaciones.
Mayorazgo real.
Pero, además, la coincidencia de sus intereses con los de la corona hizo que contasen con su decidido apoyo legal. Por Real Decreto de 10 de julio de 1709 se ordenó la reversión de los derechos jurisdiccionales de aquellos señores que no habían presentado sus títulos en el plazo señalado, y en aplicación de esa ley y, consecuentemente, con la jura del príncipe Luis como Príncipe de Asturias, se pidió por el fiscal regio, con el apoyo del Consejo, que se hiciese realidad su virtual condición de mayorazgo real, reintegrándose al mismo lo que se había segregado de él por usurpación. Y aunque esta petición fue denegada por el monarca por las implicaciones políticas que conllevaba [iii], la real respuesta animaba a que “se prosiguiese en el real nombre de su Mgd. la presentación de los títulos que tenían los intrusos posehedores de las regalías de este Principado o justos derechos para retenerlos” [iv].  
Sin embargo los frutos de estas actuaciones fueron escasos. Paralizadas muchas de esas causas en la Audiencia y reintegrados parte de los señores que Cepeda había despojado, en sus antiguos derechos, fue, en la segunda mitad del XVIII, al amparo de la reactivación del movimiento de reincorporación de señoríos que llevó a cabo el reformismo borbónico durante el reinado de Carlos III, cuando rebrotaron las peticiones de los vecinos de los cotos y jurisdicciones enclavados en los concejos de Tineo, Cangas y Valdés con el objeto de que fuesen reintegrados al realengo y suprimiesen además algunos de los derechos dominicales que mezclados confusamente con el ejercicio de la jurisdicción detentaban los señores. Peticiones y protestas de los vasallos contra los señores agudizadas ahora por los nuevos problemas y tensiones que suscitaban entre ellos, en virtud de su respectiva condición de arrendatarios y propietarios, la creciente demanda de tierras y el alza de los precios agrarios.
Anteriormente, en los últimos años del reinado de Felipe V, se había reavivado también el pleito entre los vecinos de Allande y su señor, y ambas partes seguían hilvanando sus argumentos en torno al vínculo regio. La donación del señorío del concejo a Suero de Quiñones en 1435 por Juan II fue forzada y por tanto ilegal, y de no ser así, la posterior confirmación del vínculo regio en 1444 por el monarca Trastámara, la habría anulado, argumentaban los vecinos contra el conde; la donación del señorío del concejo la obtuvo Suero de Quiñones en recompensa de los servicios prestados por éste al monarca y por ello era de pleno derecho, y no pudo ser anulada por el vínculo regio, pues el Principado sólo fue un título de honor, alegaba en su favor el de Peñalba [v]. De igual modo, los vecinos de señorío de los oros concejos citados fundamentaban de nuevo sus reclamaciones también en la naturaleza del vínculo regio que ostentaba el Principado y pretendían que desde el poder se tomasen las medidas legales oportunas para que se estableciese una nueva revisión de títulos de los cotos y jurisdicciones y, una vez comprobados, se reintegrasen a la Corona aquellos cuyos titulares no pudiesen demostrar su origen legal. No fueron aceptadas por los gobernantes ilustrados esas peticiones, así como tampoco obtuvieron ninguna satisfacción en sus pretensiones los vecinos de Allande, pues en 1749 se dictó sentencia firme, en grado de segunda suplicación, contra sus intereses. El carácter moderado que había adoptado la política incorporacionista  -entre cuyos objetivos no entraba la abolición total del régimen señorial, sino únicamente paralizar las enajenaciones del realengo e incorporar aquellos señoríos que tenían un origen viciado, ilegal, o los que por no cumplir las condiciones de su fundación ya no debían estar vigentes-  daba prioridad a la vía judicial como procedimiento para resolver las demandas de incorporación, estableciendo que se sustanciasen uno por uno todos los casos ante los tribunales, de tal manera que los señores pudiesen defender legalmente sus intereses frente a las demandas de los vecinos de señorío.
No es extraño, pues, que en congruencia con esa moderación empezasen a emanar de la propia administración borbónica interpretaciones matizadas acerca del mayorazgo y vínculo real e incluso se llegase ya a negar su existencia aceptando su carácter de mero título de honor.
De esta manera, en el dictamen que remitió la Audiencia de Oviedo al Consejo de Castilla, en 1774, en relación con la petición dirigida al rey por los vecinos del concejo de Valdés  -dictamen con el que se conformó el Consejo y al que se atuvo la decisión regia-  se apuntaba ya la idea de que no se podía aceptar sin más la suposición en que basaban aquéllos su alegación: que antes de la fundación del vínculo regio todo el suelo del Principado fuese del rey ni tampoco que desde entonces nada de él se hubiese podido enajenar legalmente; para pasar más adelante a defender que la concesión hecha por Juan I al príncipe Enrique no había tenido en su origen, ni posteriormente, otro significado que el de ser un título de honor ni más efecto que el de significar y honrar al heredero de la Corona.
Campomanes y Pérez-Villamil.
Aunque fuese objeto de atención por razones pragmáticas y no por motivaciones estrictamente científicas o eruditas, el hecho es que esta controvertida interpretación de la naturaleza del Principado dirigida a legitimar los intereses de las partes en pugna, originó entre los juristas e historiadores asturianos un creciente interés por todo lo relacionado con el origen de la institución, por el conocimiento de su significado y de las circunstancias históricas en que se creó; interés que indujo a sacar a la luz, de los archivos donde se custodiaban, los diplomas y documentos que habían dado carta de naturaleza al Principado, y a estudiar las fuentes cronísticas que hacían relación de esos hechos. Del conde de Campomanes sabemos, por ejemplo, que guardaba celosamente en su archivo particular copias de las cédulas de confirmación del mayorazgo real concedidas por Juan II, cuidado que pudo tener su origen en el hecho sorprendente de que, antes de ser designado fiscal del Consejo y convertirse en primer adalid de la política incorporacionista, el ilustrado asturiano había  intervenido como jurista defendiendo los intereses del conde de Marcel de Peñalba en el pleito al que nos hemos venido refiriendo [vi].
Otro destacado político y jurista asturiano de aquel tiempo que también trató sobre esta cuestión fue don Juan Pérez-Villamil [vii], quien escribió sobre ella una breve nota legal titulada Sobre el Principado de Asturias. Ese escrito, inédito hasta ahora, y que se encuentra depositado en la Real Academia de la Historia  -de la que fue director Villamil entre 1807 y 1811-  no sólo nos muestra al jurista asturiano como un minucioso conocedor de los documentos fundacionales del Principado y de las fuentes cronísticas que relatan esos acontecimientos, sino que además el método con que los analiza nos lo revela como un seguidor de los presupuestos del criticismo histórico ilustrado. Pero, no por ello, como se desprende indirectamente de su contenido, esa nota deja de ser un escrito instrumental que, inserto en la controversia que sobre la naturaleza jurídico-pública del Principado desató el movimiento incorporacionista, tiene como objeto último defender la posición de los señores restándole valor histórico al argumento del carácter del vínculo regio del Principado con el que la parte contraria trataba de legitimar la suya. Condición que para Pérez-Villamil nunca tuvo el Principado, que sólo fue desde su origen un mero título de honor.
A partir de un conocimiento de los acontecimientos relacionados con la fundación del mayorazgo real similar al que seguimos teniendo hoy, Villamil desarrolla en su breve escrito una doble argumentación para invalidar la tesis del vínculo regio.
No sólo no se ha encontrado la real cédula  -argumenta el autor-  de la fundación del vínculo por Juan I, sino que además tampoco hay huella de que alguno de los primeros Príncipes de Asturias ejercitase sus competencias señoriales, y el hecho de que el título haya llegado hasta el siglo XVIII vacío de ese contenido es, junto on los datos anteriores, otra prueba más de que nunca tuvo tal condición.
Pero, sobre todo, Villamil trata de dejar sin valor el contenido del albalá de Tordesillas de 1444 y la real cédula de Peñafiel del mismo año que lo refrendaba  -por ser aquél un instrumento legal breve, de circunstancias-  por medio de los cuales Juan II había confirmado a su hijo Enrique en el título creado por su homónimo antecesor en 1388, pues en esos documentos, además de hacerse referencia al carácter de mayorazgo regio que había tenido el título en su origen y en el pasado, se le atribuía, con las fórmulas jurídicas típicas de la época, esa misma condición en el presente y para el futuro.   
Nulo de derecho.
Para ello, haciendo honor a la fama de hábil jurista que gozó en su tiempo  -el mismo Jovellanos hace mención de ella en sus Diarios-  vuelve contra sus innombrados oponentes sus propios argumentos: era nulo de derecho  -alegaban los vecinos y los fiscales del Consejo de Castilla para demostrar la ilegalidad de muchos señoríos-  todo señorío concedido en tiempos revueltos en que el rey no había tenido libertad para obrar como había ocurrido en el reinado del fundador de la dinastía Trastámara, en que muchas donaciones de señoríos  -las mercedes enriqueñas-  se consideraban ilegales por ese origen viciado, como también había ocurrido  -pero en menor medida-  en los reinados de sus sucesores Juan II y Enrique IV.
Palacio de Cienfuegos de Peñalba (Allande)
Este sería para Pérez-Villamil el caso del Principado de Asturias, pues habría sido instituido por Juan II como mayorazgo regio en la persona de su hijo primogénito Enrique para conseguir su alianza contra el partido nobiliario en circunstancias en que se estaba jugando su supervivencia como cabeza de la dinastía Trastámara. La prueba más evidente de que el rey no había sido libre en su decisión era  -dice Pérez-Villamil siguiendo el relato de la Crónica de Juan II-  que en la concordia que el monarca volvió a establecer por segunda vez con su hijo  -en el reajuste de alianzas que se produjo después de la batalla de Olmedo-, aquél había rectificado su decisión anterior anulando de facto la concesión del vínculo regio al mandar a su primogénito que “hiciese tornar a Pedro Quiñones ciertas villas y fortalezas e bienes en Asturias de Oviedo y el Oficio de Merindad”, y a Suero de Quiñones “le de e entregue, e mande entregar la su villa de Navia; e otrosí que el dicho Señor Príncipe le de e entregue los concejos de Tineo e Allande e Somiedo”. Tales donaciones revocaban claramente, según Villamil, el contenido del albalá y la real cédula de 1444 y eran la expresión de las circunstancias forzadas que habían obligado a Juan II a instituir el mayorazgo regio en la persona de su hijo.
Por si esto no fuera suficiente, y en la línea de crítica y denuncia de las inexactitudes y falsificaciones de las crónicas medievales que habían iniciado los bolandistas en el siglo XVII y seguían manteniendo en el siguiente los historiadores ilustrados, Pérez-Villamil llega a apuntar la posibilidad de que los citados documentos fueran apócrifos, basándose para ello en las importantes inexactitudes que contenían. Falsedades, como la afirmación que se hacía de que el duque de Lancáster hubiese sido posteriormente rey de Inglaterra o que el Delfinado fue ocupado en sus orígenes por el primogénito real, que el jurista naviego trata de demostrar con una gran erudición y amplios conocimientos bibliográficos.
Es claro que el escrito que comentamos, más que defender la tesis del Principado como título exclusivamente honorífico, tiene como última finalidad echar por tierra su condición de vínculo regio por cuanto esa interpretación se había constituido en el argumento con el que en Asturias los incorporacionistas justificaban unas pretensiones antiseñoriales que iban más allá de los límites que los ilustrados pretendían traspasar: anticipando los términos del problema que en la centuria siguiente los liberales iban a tener que resolver para proceder al desmantelamiento definitivo del régimen señorial, se pedía por los vecinos de señorío la supresión por ley de las competencias jurisdiccionales de los señores en tanto que mezcladas con ellas, en una madeja inextricable, aparecían ciertos derechos dominicales que aquéllos cuestionaban. Por ello, la nota legal de Villamil no es sólo reflejo de la actitud moderada que mantuvo durante su etapa ilustrada, sino también expresión del limitado alcance y la gran prudencia con que los políticos ilustrados  -al margen de sus construcciones doctrinales-  abordaron la reforma del régimen señorial, el cual no dejaba de ser uno de los pilares que sustentaban el poder de la nobleza, y ésta, al fin y al cabo, una de las fuerzas sociales que los ilustrados pretendían integrar en su proyecto reformista.
El eco de esta polémica viajó a través del tiempo. Cien años después, y al margen ya de los intereses que fundamentaron esas interpretaciones, alguno de los argumentos que Villamil vertió en su opúsculo fue respondido por otro asturiano ilustre, don Fermín Canella. Conociese o no su contenido  -lo cual no es improbable como gran conocedor que fue de la obra y vida de aquél, pero también por la coincidencia de ciertas referencias-, el que fue rector de la Universidad de Oviedo y primer estudioso de su historia, rebatió el dato de Pérez-Villamil relativo a que los Príncipes de Asturias no habían nunca ejercido competencias jurisdiccionales, cuando escribió en su erudito trabajo El Principado de Asturias [viii] que “esta dignidad de Príncipe de Asturias no fue en los primeros tiempos simple título de honor, pues el territorio asturiano con su ciudad, villa, lugares y fortalezas les pertenecía como patrimonio o mayorazgo (…). De esta suerte, varios Príncipes de Asturias, nombraron Justicias, merinos, alcaides, corregidores, escribanos, etcétera, y otras autoridades, que gobernaron el Principado en representación de su natural señor”.

Notas
[i] Sobre la finalidad antiseñorial que tuvo la creación del Principado, véase el excelente artículo de J. I. Ruiz de la Peña, “Poder Central y Estados regionales en la baja Edad Media castellana. El ejemplo del Principado de Asturias”, Ástura núm. 2, 1984, págs. 13-24, y el prólogo de Luis Suárez Fernández, al tomo V de la Historia de Asturias, dedicado a la Baja Edad Media (Salinas, 1979).

[ii] Una descripción detallada de los señoríos asturianos en el antiguo régimen puede encontrarse en: Gonzalo Anes, Los señoríos asturianos, Madrid, 1980. (Discurso de recepción en la Real Academia de la Historia).

[iii] La respuesta del monarca, tal y como la recoge el marqués de San Felipe en sus Comentarios de la Guerra de España (Madrid, 1789, tomo I, pág. 338), fue que “no convenía darle al Primogénito más que el nudo nombre de Príncipe de Asturias, porque de tener otro soberano incluido en los Reinos, podrían nacer muchos, y no pocas veces vistos, inconvenientes, aún con el propio exemplo de Enrique IV, contra su padre don Juan II. Que en cuanto a inquirir sobre lo usurpado era muy justo y que todo se debía agregar a la Corona, dándole al Príncipe los alimentos proporcionados a su edad y celsitud”.

[iv] Esta decisión regia sería invocada como argumento legal por los vecinos de Allande contra la sentencia de vista pronunciada el 5 de marzo de 1742 a favor del conde de Marcel de Peñalba. La gestión realizada por el apoderado de aquéllos para obtener el Consejo un certificado de esa resolución real se encuentra en al Archivo Histórico Nacional (Consejos, leg. 24.018, exp. 3, fs. 139-145).
La sentencia de revista, dada el 24 de octubre de 1744, fue favorable a los vecinos del mencionado concejo, aunque el fallo definitivo, en 1749, y en grado de segunda suplicación, lo fue a favor del conde.

[v] Memorial ajustado de el Pleyto que pende en el Consejo en grado de segunda suplicación y oy se sigue en este Supremo Consejo por los señores Fiscales, el señor Don Pedro Colón y el señor Don Miguel Ric y el Concejo y vecinos de la Pola de Allande, en el Principado de Asturias, con D. Balthasar Joseph de Cienfuegos, conde de Marcel de Peñalba…, Madrid, julio 1748, págs. 17-18.

[vi] Rodríguez  Campomanes, Pedro.- Informe jurídico que se escribe en virtud de Auto del Consejo en Sala de Mil Quinientas por Don Baltasar José de Cienfuegos Caso y Valdés de Mejía, Conde de Marcel de Peñalva, sobre que se absuelva de la demanda de tanteo puesta a la jurisdicción, señorío y vasallaje de dicho concejo de Allande y declarar no haber lugar al tanteo, Madrid, octubre 1752.
[vii] Juan Pérez-Villamil (Santa Marina de Vega, Navia, 1754; Madrid, 1824) estuvo en la primera parte de su vida estrechamente vinculado al movimiento ilustrado  -ejerció como abogado en Madrid, fue fiscal de la Audiencia de Mallorca y Secretario del Almirantazgo-; pero su trayectoria política e intelectual dio un giro radical a partir de la Guerra de la Independencia  -fue autor material del manifiesto del Alcalde de Móstoles, sufrió destierro en Francia por orden de Napoleón y ocupó una de las plazas de Regente del Reino en la etapa de Cádiz-  para pasar a ser un estrecho colaborador de Fernando VII y defensor y propagador a ultranza del pensamiento reaccionario que legitimaba el absolutismo fernandino  -desempeñó en este periodo los cargos de Secretario de Estado y del Despacho de Hacienda y consejero de Estado-. Una revisión de su biografía y de su obra puede encontrase en el estudio introductorio de la edición que hemos preparado de unos de sus escritos que hasta ahora se creía perdido: Historia civil de la Isla de Mallorca, de próxima publicación.
[viii] Estudios Asturianos. Cartafueyos de Asturias, Oviedo, 1886, páginas 171-173.
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*  Publicado en la revista Historia y Vida, nº 253 (abril de 1989), pp. 33-41. Anteriormente en el suplemento monográfico que con motivo del VI Centenario del Principado de Asturias editó el diario ovetense La Nueva España el día 18/11/1988, pp. xxvii-xxix.


    
  
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